Expressa-Arte

jueves, 24 de junio de 2010

...Presentimientos...

...Presentimientos...

Por: Daike Rucker

Cuando hoy en la mañana me desperté, sin motivo alguno una sensación de pánico me llenó, y de inmediato no pude evitar pensar en madre. Hace ya tiempo que no la veía, y en el estado de salud que la deje la última vez, me sorprendía que mi consciencia no me hubiese carcomido más.

Supongo, que lo adecuado sería contarlo todo desde el principio, pero me resulta demasiado doloroso recordarlo. Sobre todo, por que se que fue mi culpa. Ya estoy cansado de escuchar una y otra vez que yo no pude hacer nada, porque la verdad es que sí podía hacer algo. Podía hacer mucho. Debí hacer mucho. Debería haber sido yo el que quedase sangrando en la calle, luego de que aquel auto salido de la nada omitiese la luz roja y provocase aquel terrible accidente.

Y que paso? Pues que era el cumpleaños de mi hermana Angeline, la pequeña Angeline. Ella, la alegría de la familia, que había nacido cuando ya no creíamos que madre fuese a tener otro hijo. Ella, la pequeña Angeline, la que nació cuando yo tenía veinte años y a la cual crié casi como una hija propia. La más querida de toda la familia. La más hermosa de toda la familia. ¡Ay que triste y cruel destino que nos gobierna! Aquella debía ser la noche perfecta para ella, y terminó siendo un infierno. Una pesadilla de la cual aún no se si he despertado, y dudo que algún día logre despertar.

Todo parecía perfecto. Angeline, nuestra pequeña Angie, había soplado las quince velitas de su torta de chocolate, su favorita, y había desempaquetado sus numerosos regalos que toda la familia le habíamos traído. Y eran muchos, por que eramos una familia numerosa (mi madre con sus tres hermanos y su hermana, mi padre con sus tres hermanos y dos hermanas, mis cuatro hermanos y mis dos hermanas y todos nuestros primos, que sumaban en total diecinueve y nuestros abuelos y abuelas) y le solíamos hacer más de un regalo. Era nuestra Angie, y la mimábamos con todo lo que teníamos. Recuerdo que le regalé un oso de peluche gigante y una pulsera azul, su color favorito, que tenía una piedra con un espiral grabado. Según había leído, el símbolo proporcionaba protección. ¡Ay! Temo que le regalé la pulsera a la persona equivocada. ¿Por qué no hice caso a mi mal presentimiento aquella mañana? Pero no saco nada con autoculparme. Ya no sirve de nada ver los signos que estaban claros como el agua, porque ya había sucedido la desgracia.

Cuando salimos del restorán, nos encontrábamos todos eufóricos por el éxito de la fiesta de nuestra Angie. Habíamos aparcado al otro lado de la calle, y nos disponíamos a cruzar. En el instante mismo en que madre puso un pie en la calle, me llenó nuevamente aquella sensación de pánico que había experimentado aquella mañana. Anonado, solo pude ver cómo ella cruzaba la calle, y en el instante mismo en que se encontraba al medio del paso peatonal, una camioneta negra pasó volando, arrollando a madre y dejándola inconsciente en el suelo, sangrando sin control.

Llamamos a una ambulancia y se llevaron el cuerpo de madre al hospital, donde lograron a duras penas reanimarla. La camioneta la ubicaron poco después, y el conductor fue arrestado por conducir borracho. Ni siquiera le adjuntaron la pena por intento de homicidio. El hecho de que no tuviera consciencia en su estado y que madre no hubiera muerto le salvaban de muchos años de cárcel. Pero eso no significaba que el bastardo no se los merecía. El muy idiota se había ganado una multa y una noche en la cárcel para que se le despejen as neuronas. Y luego, libre cómo un pájaro.

Pero ese no es el tema. Madre fue trasladada luego de un par de horas de la sala de urgencias, y ya habían pasado tres semanas desde el accidente. Estaba recuperándose asombrosamente bien, pero aún le quedaban unas semanas interna antes de darle el alta.

La pobre Angie quedó traumada luego de ver a madre a las puertas de la muerte, entre el filo de la vida y la muerte. No se separó en ningún momento de la cabecera de la cama que le asignaron a madre, y no pasó ni un solo día sin que llorase por lo sucedido. Yo deseaba ayudarla, ya que era su hermano mayor, pero la culpa me impedía acercarme al hospital. Era mi culpa. Lo sabía. Había sabido desde un principio de que algo malo sucedería aquel funesto día, había sabido desde un principio que algo no estaba bien cuando madre puso un pie en la calle para cruzar, lo había sentido desde un comienzo, pero no había sido capaz de impedir que el accidente ocurriese. ¿Cómo dormir con la consciencia tranquila sabiendo que todo había sido mi culpa?

Y ahora, ese maldito sentimiento me volvía a llenar el pecho, haciendo que quisiese correr desesperadamente sin una meta fija. Me levanté de un salto, dispuesto a no cometer nuevamente le mismo error. Se me había avisado antes, pero yo no había hecho caso. Se me avisaba ahora, y no iba a perder mi oportunidad ni permitir que algo malo sucediese nuevamente.

Me puse unos pantalones y una camisa al azar, junto con unas zapatillas que, sin motivo aparente, me hicieron recordar que había sido Angie la que me las había regalado, diciéndome que “Nunca te cansas de correr de un lado al otro. Pareciese que siempre te falta el tiempo”. Y valla que ahora me faltaba el tiempo. Corrí escaleras abajo de mi departamento, ya que el maldito ascensor estaba malo, pero cuando salí a la calle, me invadió la duda. ¿Adónde debía ir? ¿Quién era el que estaba ahora en peligro? Decidí llamar uno a uno a cada miembro de mi familia, rogándoles que hoy no saliesen de casa pues tenía un mal presentimiento. Ellos, como sabían sobre mi mal presentimiento antes de accidente de madre, me aseguraron que se quedarían en donde estaban. Aquello me alivió, hasta que me di cuenta que había una sola persona a la cual no pude ubicar. O mejor dicho, a dos. Angie y madre.

Corrí desesperadamente hacia el hospital, sin tener tiempo de parar siquiera un taxi. Llegué allí en poco tiempo, ya que viví cerca del edificio. Una vez dentro, pregunté por la habitación de madre, ya que al no haberla ido a visitar, no sabía en donde estaba. Corrí escaleras arriba, pues me di cuenta de que el ascensor era muy lento. Cuando llegué a su habitación, abrí de un portazo, y me encontré con la escena que esperaba con todo mi corazón hallar: Angie sentada a la cabecera de madre, hablándole de trivialidades para distraerla. La risa de ambas fue cómo un regalo de Dios, y me precipité sobre ambas, abrazando fuertemente a Angie y luego a madre. No cabía en mí del alivio.

Entre agradecimientos por encontrarlas a salvo, les comenté de mi mal presentimiento, y luego me dispuse a hablar con madre (cosa que debí hacer hace ya mucho tiempo). Todo parecía salir perfecto, y nos pasamos horas hablando y riendo los tres. Cuando le trajeron el almuerzo a madre, Angie y yo decidimos salir de la habitación para dejarla descansar, y ya que ninguno había traído almuerzo, bajamos a la cafetería a comer algo.

Comimos, reímos, y me olvidé de mis temores. Mientras me contaba de cierto enfermero guapetón que andaba por ahí, entre desaprobaciones mías y risas suyas, me fijé de repente en que no llevaba la pulsera que le había regalado. Cuando le pregunté por ella, Angie simplemente me dijo que se la había prestado a madre, pues consideraba que ella la iba a necesitar más. No se por que, pero en aquél momento me sentí preocupado. Quería que Angie tuviese la pulsera, pues no quería que nada le pasase. Pero ella tenía razón. Madre la necesitaba más y, después de todo, estábamos en un hospital. ¿Qué nos podría pasar?

Así que cuando terminamos, decidimos subir nuevamente para no dejar a madre sola. Y en el momento mismo de que ambos pusimos un pie en las escaleras, el pánico me invadió de nuevo. Aterrorizado, paré a Angie y ambos decidimos subir por el ascensor, pero nuevamente le pánico me invadió. No podíamos subir. Intentamos con otras escaleras, y otros ascensores, pero siempre me entraba el mismo pánico. Al final, Angie se hartó y decidió subir por una escalera al azar. El pánico me dominó y le rogué que no siguiese subiendo, al punto de yo mismo arriesgarme e intentar seguirla. Pero ella ya me llevaba la delantera, y cuando yo apenas había alcanzado a subir unos peldaños, y ella ya estaba por llegar arriba, el tiempo se paró.

Con dolor recuerdo aquellos instantes, en donde sin poder hacer nada veía como de la nada, un esquizofrénico que estaba hospitalizado y supuestamente sedado se había escapado y, en su desesperación por huir, empujó a Angie a un lado. Ella, perdiendo el equilibrio, rodó por la escalera, mientras en uno de los rebotes el desagradable sonido de un hueso al quebrarse llegaba a mis oídos.

Inmediatamente después, llegaron los médicos atendiendo a mi pequeña Angie que yacía entre mis brazos, bañada por mis amargas lágrimas. Nuevamente, lo había sabido. Nuevamente, lo podría haber evitado. Nuevamente, todo fue mi culpa. Esta vez, no fue madre. Esta vez, fue el ángel que iluminaba mi vida. La pequeña Angeline, la dulce y pequeña Angie, la alegría de la familia, la más querida y consentida de todos.

Ella estaba muerta. Lo supe cuando llegó a mis brazos, en medio de una oleada de desesperación y desazón. Luego supimos que, al caer por las escaleras, se había quebrado el cuello y golpeado en la cabeza, produciendo un derrame cerebral. Nada pudieron hacer los médicos, pues según dijeron, ella murió en el acto. Nuestro único consuelo, era que había sido una muerte sin dolor. Menudo consuelo. Era cómo que te quemaran la casa que aún no habías terminado de pagar y que no tenía seguro y te dijesen que por suerte, aún no había pasado el cartero, y que por lo tanto no se habían quemado también las cartas de aquél día.

Por qué? ¿Por qué tenía que ser yo el responsable de su muerte? Me dijeron que no fue mi culpa, que yo no podía prever que un ezquisofrénico que se suponía que estaba sedado y en un estado de casi muerto se escapase y eligiese justo aquellas escaleras para bajar. Que tampoco fue mi culpa el no detener a Angie, pues ella sabía de mi presentimiento y aún así me había desobedecido. ¿Y si hubiésemos tomado otra escalera? Probablemente hubiese sido otro paciente el que se saliese de control y empujase a mi hermana escaleras abajo. ¿Y si hubiésemos subido por un ascensor? Probablemente se hubiese caído o algo así. Sea cómo sea, ella hubiese muerto. O eso decían. Yo sabía la verdad. Se me había avisado. Todos los signos habían estado allí. Yo había vestido algo que me había regalado madre cuando había ocurrido el accidente, e igual que esta vez, había recordado lo que me había dicho. Y había tenido esa preocupación al ver que Angie no llevaba la pulsera. ¿Por qué me preocuparía si no fuese que ese día, Angie debería haber tenido su pulsera puesta? Y había experimentado el pánico cuando ella pisó esas escaleras, y no la había podido detener.

Todo era mi culpa. Igual que la otra vez, solo que esta vez, había estado preparado. Había estado sobre aviso, porque ya sabía lo que significaban los distintos signos. ¿Y qué había hecho? Ver como Angie subía las escaleras, ver como la pequeña Angie era empujada por el ezquisofrénico y rodaba escaleras abajo, hacia su muerte, y sobre todo, tener a Angie en mis brazos mientras la vida le abandonaba. Eso era todo lo que había hecho.

Cuando madre había sufrido el accidente, me pareció que me encontraba inmenso en una pesadilla, de la cual aún no estaba seguro de haber salido, y de la cual no sabía si iba a lograr salir alguna vez. Ahora, que el cuerpo de la pequeña Angie descansaba sin vida entre mis brazos, supe que ya no iba a poder salir de la pesadilla. Porque estaba destinado a cargar con el peso de la muerte de nuestra pequeña Angeline sobre mis hombros. Porque solo yo la había podido detener, y la había dejado caminar hacia su muerte. Y al tener el cuerpo de la que fue la más alegre de la familia en mis brazos, supe que no sería la última víctima de mis presentimientos. Y que al igual que las primeras dos veces, con madre y Angie, no podría evitarlo a pesar de tener todas las posibilidades.

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