Expressa-Arte

miércoles, 23 de junio de 2010

...Wahrheit...

...Wahrheit...

...Prólogo...

Por: Daike Rucker

Las estrellas brillaban con fuerza. Aprovechaban la ausencia de la luna para mostrarse en todo su esplendor. Ah, el firmamento. ¿Cuándo fue la primera vez que ese cautivó algún simple alma? La verdad, nadie lo sabe. Desde tiempos inmemorables, el brillo de las estrellas cautivaba a cualquiera que se dignara a mirar sobre su cabeza de noche, volviendo a muchos adictos al misterio que ellas representaban. Hubo quienes sacrificaron su vida por comprenderlas, entregando su desdichado corazón a los lejanos astros. Hubo otros con más suerte, a los cuales se les brindó el apoyo para admirar bajo la protección contra los de su misma raza. Y otros, que simplemente miraban y sonreían para si mismos.

Ah, las fieles guardianas del sueño, que junto a la luna observaban a los durmientes con ojos llenos de amor. ¿Cuántos poemas les habrán dedicado? Infinitos, sin lugar a dudas. La luna, la madre del amor. Las estrellas, las ninfas guardianas de las pequeñas semillas que su astro guía depositaba en una tierra, que en un principio era fértil y luego fue cayendo. A las pequeñas les encantaba jugar a obtener el reflejo más brillante en en el mar, o descubrir quien lograba iluminar mejor alguna hojita de algún árbol perdido en el bosque. Jugaban a descubrir de primeras al conejo que salta entre los arbustos, o ver antes que las otras aquel gorrión que emprende vuelo.

¿Y adivinen quienes eran las juguetonas que danzaban entre los rayos de su madre? Sí, las estrellas. Ah, cuanto amaban danzar entre las pequeñas hebras del pasto, o buscar el rincón más difícil de acceder de aquella corteza milenaria. ¿O competir por quien es la primera en echarle una mirada al mundo que custodian? Sí, todo eso era su entretención principal en tiempos inmemorables, donde la Tierra era hermosa y pura.

Pero cuando una raza se declaró dominante, por el simple hecho de que asesinaba a cualquiera que se le interpusiese en su camino, las pequeñas estrellas -ellas, dulces niñas, retoños de amor- conocieron de pronto la cruel crudeza que superaba demasiado frecuentemente al suave y acogedor amor que el cielo nocturno profesaba. Pronto vieron cómo los hombres y mujeres primitivos encendían hogueras, cegando su brillo, quemando la naturaleza. Pronto conocieron el dolor de ser ignoradas y de fallar en su trabajo de vigilas cuando algún mercenario codicioso asesinaba por robar una que otra pieza de metal dorado.

Lágrimas amargas se desparramaron por la Tierra que pronto dejó de ser el lugar acogedor, para volverse en el lugar en el cual debían sufrir durante las horas nocturnas. Las guerras se volvieron cada vez más frecuentes, y muchas pequeñas murieron de pena, extinguiéndose al ver la cantidad infinita de luces y fuegos que se expandían por los ahora áridos terrenos desolados. Y llegó la tecnología, que prometía avances y mejoras en la calidad de vida de aquellos despreciables seres bípedos, y con ella llegó la electricidad y las noches se iluminaron con miles de estrellas terrenales. Pero estas nuevas estrellas eran tristes y manipuladas, las extinguían y revivían con apretar un botón hasta que tenían que ser remplazadas por nuevas.

Ah, pobres estrellas, que en un parpadeo habían visto como todo se derrumbaba. Ya no habían bosques en los que jugar, y los mares producían tristes y contaminados reflejos. Los animales comenzaron a escasear y muchos se extinguieron, y sus juegos se volvieron macabras películas de terror, las cuales estaban obligadas a presenciar noche tras noche. Ya no despertaban ansiosas por ser las primeras, sino que trataban de retrasar lo máximo posible su aparición.

Y ellas no fueron las únicas que trataban no aparecer, por que la humanidad les dio la espalda cubriéndose con una manta oscura, a través de la cual ninguna luz lograba pasar. Muchas se ahogaron, y las pocas que lograron hacer el esfuerzo por alumbrar nuevamente desparramaron sobre la Tierra su débil luz enfermiza, ahora gris y mortecina. Y las pobres criaturas que solo conocieron estrellas enfermas, las encontraron bellas y esplendorosas. ¿Quién no se ha quedado fascinado, mirando el firmamento pensando que es hermoso? ¿Quién no ha dedicado alguna estrella a su ser amado pensando que le está regalando lo más bello, cuando en realidad está regalando una pobre estrella moribunda?

Y a pesar de todo, a pesar de que ya estaban contaminadas por la enfermedad de la humanidad, las estrellas seguían custodiando y amando sufridamente a los seres que estaban bajo su abrigo. ¿Por qué? Por que son demasiado puras como para rechazar la encomienda del cielo.

Y así se encontraba él, viendo por primera vez las estrellas, viéndolas verdaderamente y dándose cuenta de que no estaban bien. Dicen que los locos son capaces de ver sutilezas y detalles donde otros no ven nada. Él no estaba loco -o al menos, eso pesaba- pero se había dado cuenta de que los pequeños astros se encontraban mal. Quizá por que él también se encontraba mal, quizá por que compartían más pesares de los que cualquiera imaginara, o quizá simplemente por que era su destino. Lo cierto, es que él se fijó por primera vez en ellas y tuvo aquella certeza irrefutable.

Por que él también estaba contaminado por la enfermedad de la humanidad. ¡Maldita enfermedad! Todo lo contamina, todo lo deforma, todo lo destruye. Solo ahora, al final, él era capaz de ver cuan patente era la aberración de esta era. Solo ahora, que ya no tenía salvación, se daba cuenta de cuan contaminado estaba el maldito mundo.

Su mente había dejado de funcionar comúnmente, y todo ya le parecía abstracto, sin sentido, sin razón de ser. Miró hacia abajo, y vio las aguas revueltas danzando en desordenada armonía. Por un momento, se permitió cerrar los ojos e imaginar que todo acabaría. Por un momento, se permitió cerrar los ojos e imaginar que todo volvía a ser normal. Por un momento, se permitió cerrar los ojos e imaginar que lograba su objetivo, y que su alma subía gloriosa a reunirse con las enfermas estrellas. Y no, su objetivo no era acabar con su vida, pero ya no tenía más opciones.

¿Qué hacer cuando se acaban tus opciones? Cuando te das cuenta de que estás muerto, te desesperas y buscas soluciones. Él había buscado, buscado y buscado, y no encontró nada. ¿Ahora? Pues solo le quedaba una opción. Y no desperdiciaría su oportunidad. ¿Y si no lo lograba? Pues entonces, ya al menos no se torturaría ni tendría que sufrir. Por que sufría, eso era obvio. La enfermedad lo había contaminado antes de que se diese cuenta, y se había asentado rápidamente.

El problema, es que muchos eran portadores, y pocos sufrían las consecuencias directas. Lo que sí, indirectamente todos sufrían, solo que no se daban cuenta. Y él miraba con rencor las luces lejanas que se reflejaban a la distancia en la tumultosa agua. Tenía envidia, envidia de que todos “disfrutaran”, cuando él estaba condenado.

Inhaló con fuerza el frío aire nocturno, y dejó que la determinación fluyese por sus venas. Y las estrellas vieron con ternura cómo uno de entre todos los seres destructores de la Tierra se daba por fin cuenta de la verdad, y suspiraron con pesar al ver lo mucho que él había tenido que pasar y sufrir para poder darse cuenta. Por que lógicamente, él no abrió los ojos del día a la mañana...

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